Ayer salió a la luz esta noticia que ha corrido como la pólvora por todo el mundo: La máscara dorada de Tutankamon, restaurada con «superglue». Obviamente me quedé perpleja ya que es una de las piezas más representativas que posee el Museo del Cairo y no podía entender cómo se les había ocurrido semejante locura a los restauradores. Después de tomar un poco de valor, decidí leer la noticia entera y me di cuenta de que en todos lados cuecen habas: ¡no había sido un restaurador! Claro, por supuesto…
Para empezar, hace muchos años pude visitar el Museo del Cairo y creo que más que «museo» deberían cambiarle el nombre por «almacén». Piezas amontonadas sin a penas iluminación, cartelas que se caen, polvo por todas partes, sin un discurso temporal establecido y podría seguir. De repente entramos en una sala negra, muy pequeña, atestada de gente y cuando se abrió un agujerito entre la multitud, me quedé cegada por el brillo y la magnificencia de esta máscara. No podía dejar de mirarla, era como un embrujo brutal que nos había dejado a todos en silencio allí dentro. Si alguno de vosotros ha podido verla en persona, seguro que me comprenderá. En aquel entonces yo aún no sabía que iba a ser restauradora y, mucho menos, que hoy estaría escribiendo un post sobre ella, indignada y totalmente descolocada.


Siempre hablo de la importancia del restaurador ya que, en España, nos sobran «manitas», «buena voluntad» y noticias de este tipo. Este caso es especialmente grave, ya no sólo por que es una de las piezas más representativas y valiosas que se han encontrado en Egipto, sino también por la forma de actuar de los implicados. Para nosotros el uso de superglue o de cualquier derivado de resinas epoxi (como el Araldit, por ejemplo) está prohibido. Siempre usamos materiales compatibles con la pieza y una regla universal que debe cumplirse siempre (SIEMPRE, insisto) es que todo aquello que apliquemos sobre la obra tiene que ser reversible. El superglue es tan fuerte que, si la pieza cayera al suelo y se rompiera en mil pedazos, lo haría por todas partes menos por donde la pegaste con este material. Esto en la escuela de restauración era como un mantra que nos repetían una y otra vez y, por este motivo me estremece tanto esta noticia.

Resumiendo, se saltaron el protocolo cometiendo una grave negligencia y actuando a espaldas de los restauradores y de la autoridad. Alguien ordenó a los responsables de las obras de acondicionamiento que limpiaran la máscara (cosa que no entiendo) y la barba se desprendió. A la responsable de esto, viendo que se le echarían encima, no se le ocurrió otra cosa que llamar su marido que fue quien pegó la pieza con la esperanza de que nadie se diera cuenta. No contentos con eso, al ver que habían quedado restos muy visibles en uno de los laterales, creyeron conveniente eliminarlos rascando hasta dañar el metal y provocando un daño irreversible. No puedo ni imaginar la cara de los restauradores al darse cuenta del desastre.
Es por este motivo que siempre insisto en que se recurra a un restaurador cuando se posee una pieza, sea de la naturaleza que sea y tenga el valor que tenga. No podéis ni imaginaros el daño que puede causar una persona inexperta y que no cuenta con los conocimientos necesarios. Puede ser que el daño que haga no tenga solución y, aunque quizás no lo veis de inmediato, acabará saliendo a la luz tarde o temprano. Así que, por favor, no os dejéis engañar y confiad el trabajo a un restaurador titulado, que ¡no sólo existimos en los museos!