La Gioconda de Leonardo Da Vinci es una de las imágenes más reproducidas del mundo compitiendo en el ranking con el Che Guevara. Un icono que decora desde pósters hasta lápices o posavasos y que recibe más de 20.000 visitas diarias. Pero la imagen que tenemos de ella, no es la real. Cuando visité el Louvre el verano pasado, me sorprendió la distancia que la separaba de los visitantes, pertrechados, cámara en mano, tras una catenaria custodiada por dos guardias de seguridad: «ni que fuera una estrella de Hollywood» pensé. Lo cierto es que a mí me interesaba más el ingente Tiziano que cuelga de la pared de enfrente y que, aún estando en la misma sala enfrentado a la menudez de la Gioconda, casi nadie repara en él.
Lo que no saben esos visitantes, es el debate que desde hace años bulle en las entrañas del museo y que se ha visto acrecentado después del descubrimiento y restauración de La Gioconda de El Prado: ¿Debe o no debe ser restaurada la original?. Pues yo digo que sí. Es una pintura enferma, moribunda, que está perdiendo los detalles y su esplendor a pasos agigantados cada año que pasan los especialistas discutiendo. Lo que más me ha sorprendido de esto, es uno de los argumentos de los detractores de la propuesta: si se restaura, habría que cambiar todo el merchandising que la rodea. Soy consciente del enorme gasto que eso supone, pero ¿desde cuando ese es un argumento válido en una decisión que implica salvar una pieza tan importante para la historia del arte?. Si no se restaura, acabará por desaparecer y entonces ya sí que ni pósters ni posavasos.
Por experiencia sé que una restauración, a menudo, no es la panacea. Muchas veces hay alteraciones que quedarán para siempre en ella por haber esperado demasiado. A veces, hay cosas que ni el más experto puede deshacer. A pesar de mirarla de refilón y de puntillas por encima de todas aquellas cabezas, me sorprendió lo oscura que es. Perdón, que está. No es ya tan misteriosa sino borrosa y llena de porquería. Según Vincent Delieuvin:
La gente ve esa Gioconda española en el Louvre, tan limpia, y se queda boquiabierta, casi le parece un cuadro pop, y claro, piensan lo que puede tener el original debajo de esa capa de suciedad»
Mirad esta comparativa entre la copia -izquierda- ya restaurada y la original:
Es muy evidente, ¿verdad?.
Yo creo que, tanto pensar en el marketing, lo único que hace es poner en evidencia los criterios de algunos especialistas. Me hace ver los museos como grandes empresas que piensan solamente en el beneficio, cuando lo que realmente importa es su contenido que, por otro lado, tanto dinero proporciona. Vamos, es que lo mires por donde lo mires la decisión debería ser clara. Segurísimo que las visitas crecerían desmesuradamente los meses después de la restauración y, por supuesto, la compra de merchandising que amortizaría rápidamente el gasto que hayan tenido que asumir con la sustitución. Quizás mi lógica es muy básica y mi visión del arte demasiado romántica -no voy a negarlo, no me interesa lo más mínimo cuánto vale una obra, incluso llega a parecerme obsceno- pero tengo una posición muy clara al respecto y me apetecía compartirla con vosotros.
Os dejo con el artículo que provocó esta entrada -podéis leerlo aquí– y espero que os ayude a reflexionar un poco sobre todo lo que se mueve en un museo y que no podemos llegar a imaginar.
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